Una de las tradiciones más antiguas en el Estado de Nuevo León es el culto y veneración al Señor de Tlaxcala en la villa de San Miguel de Bustamante que se realiza desde el año de 1715, cuando la india tlaxcalteca Ana María, viuda de Bernabé García, donó al pueblo de San Miguel de Aguayo una efigie de Jesucristo.
Bernabé García obtuvo la figura del cura del pueblo potosino del Real de Minas de Ramos, Nicolás de Saldívar, quien al momento de entregarla puso por condición que la arreglara en un plazo de seis meses, porque se encontraba maltratadísima “hechos pedazos los brazos y pies”.
Ya viuda, Ana María se avecindó en el Real de Santiago de las Sabinas y consiguió el último día del año de 1700, que el Obispo de Guadalajara Fray Felipe Galindo le diera un resguardo para que nadie le quitara la posesión del Cristo; posteriormente se radicó en San Miguel de Tlaxcala, hoy Bustamante, N.L., donde “hallándose con muchos años de edad, necesitada de alimentos por no tener quien se los de, donó la imagen del Cristo a los tlaxcaltecas, a condición de que se le mantuviera los años que viviere y se le hiciera al Cristo Crucificado el culto, veneración y reverencia que se debe”.
Las fiestas en honor al Señor de Tlaxcala se efectúan en el mes de agosto culminando el día seis; esta tradición se extendió rápidamente por toda la región y los habitantes de los pueblos vecinos asistían –todavía lo hacen en la actualidad- en gran número, pues tiene la fama de ser una imagen milagrosa.
Uno de los aspectos más interesantes en el culto al Señor de Tlaxcala es que la autoridad de los municipios vecinos, solicitaban la imagen para hacerle novenarios y sacarlo en procesión por las calles para invocar su ayuda con el fin de acabar con la sequía y provocar la lluvia. Caso similar sucede con el Señor de la Expiración también de origen tlaxcalteca, en Ciudad Guadalupe, N.L.
En el año de 1851, padeció el Estado una terrible sequía, las lluvias se habían negado y en Sabinas Hidalgo los veneros del Ojo de Agua habían disminuido considerablemente en su caudal, lo que provocó pleitos entre los hacendados y vecinos con motivo de la repartición de la poco agua para regar los sembradíos y darle de beber al ganado.
Las autoridades municipales buscaron arreglar el conflicto, desesperados, buscaron la cooperación del vecindario para reunir una suma de dinero para traer de Bustamante al milagroso Señor de Tlaxcala, “que al decir de los creyentes, haría con su poder que las nubes se licuaran sobre el cielo del pueblo y del valle todo, anegando los campos, haciendo que el río se creciera para que las milpas no se perdieran y el terreno todo se cubriera de grandes pastizales”.
En nutrida romería, varias noches la procesión recorría las calles del pueblo rezando con fervor, implorando la bendición de la lluvia y como la fe mueve montañas, hacia la última noche del novenario, el cielo se encapotó de gruesos nubarrones y hacia la hora de “los primeros gallos”, empezaron a caer gruesas gotas de lluvia que rebotaban en los techos de los jacales.
El recordado maestro y cronista sabinense Francisco J. Montemayor escribió: “Se acabó el pleito por el agua en aquella mañana de septiembre, hacendados y vecinos amanecieron preparando los útiles de labranza, aperos y semillas para que, cuando la tierra diera punto, depositar la semilla que habría de dar el pan nuestro de cada día”.
Las lluvias de ese año causaron una creciente inusitada en el río Sabinas, las aguas invadieron la parte baja del pueblo, alcanzando más de metro y medio en la parroquia, por lo que el maestro Montemayor escribió: “Se le pasó la mano al Señor de Tlaxcala”.