Profr. y Lic. Héctor Jaime Treviño Villarreal

Penalidades y miseria de la nueva villa

El siglo XIX despuntó con promisorios augurios para los habitantes del pequeño poblado del Valle de Santiago de las Sabinas; las correrías de los indios, las constantes sequías y las disputas entre hacendados y la gente del pueblo eran elementos integrados a la idiosincrasia del sabinense de esa época.

En 1820 se estableció ayuntamiento conforme a la Constitución Española y esto pareció ser el signo de un envidiable progreso que se dejó sentir, “se veía que los individuos acrecentaban sus haberes, entraban libremente y salían con sus ganados, hacían uso del pasto, gozaban del agua que siempre había reconocido como suya, sin que nadie lo estorbare, regando sus sementeras con que proporcionaban bastante alivio, en fin por las comodidades que este pueblo presenta a sus moradores, para ahora, debía ser uno de los mejores del Estado y tanto más interesante, cuánto que está en la frontera en que suelen hacer sus incursiones los indios bárbaros”.

Con las palabras anteriores inicia interesante memorial que el ayuntamiento de 1821, presidido por Don José María Espinosa, envió al Gobernador del Estado.

Los problemas se presentaron en el año de 1823, cuando el alcalde Gregorio de la Ibarra junto con su cabildo, viendo “que la mayor parte del pueblo estaba sentada en una cañada pedregosa e infructífera, expuesta por una parte a las inundaciones por las crecientes del río en que tiene su origen y por otra a las enfermedades, por la mucha humedad que abriga y su poca ventilación, acordó, que aquéllos que cómodamente pudiesen, se fueran transportando al alto por el rumbo del sur…”.

En efecto, los vecinos se mudaron de lo que hoy es el espacio comprendido por la plaza, iglesia, calles Ignacio de Maya, Hidalgo y Niños Héroes hasta el salón Mateo Treviño al barrio del Aguacate e hicieron sus viviendas, se agregaron personas que vinieron de fuera, asimismo se arreglaron y delinearon cuatro calles, dividiéndose el agua del pueblo.

Las consecuencias no se hicieron esperar, como el terreno era muchos mejor, sin las incomodidades del “bajo”, los frutos fueron óptimos, los solares proporcionaron abundante cosecha y el bienestar por la política ibarreña fue motivo de envidia en los pueblos vecinos.

A Don Ignacio Llano, ex alcalde y administrador de la Hacienda San José, no le cayó en gracia aquella medida, ya que afectó fuertemente su economía, pues al tener el vecindario resuelto el problema de subsistencia, ¿A quién vendería las semillas recogidas en su inmensa propiedad?

El acaparamiento y la actitud monopólica opresiva de los hacendados, minaron nuevamente al sufrido pueblo sabinense; Llano movió resortes políticos y bien apuntalado económicamente, entabló demanda contra el ayuntamiento y logró despojar al pueblo de aquéllos bienes, más aún a la pobrería local les tocó como castigo pagar las costas del juicio.

Con tan funesto resultado, Sabinas quedó reducido al estado más deplorable, ya no se les dejó regar y para beber había que acarrear el agua de la acequia, el infortunio se resumió en aquéllas amargas palabras:  “Había agua para los hacendados, para sus siembras, para sus animales y después de todo esto, el río en abundancia seguía su curso y el pueblo no la tenía que beber”.

Muchos individuos ante el agobio de tantas penalidades, buscaron abrigo en otros pueblos, abandonaron su lugar natal que les negaba los primeros elementos de vida; la desolación y desesperanza cundieron rápidamente.

No fue sino hasta 1831, cuando el cabildo pidió que le concedieran ejidos, para poder extenderse y aún en contra de la opinión de los Llano, no así de los Ancira, se obligó a los hacendados a vender los terrenos solicitados por el pueblo.

Las querellas continuaron, pero esos ocho años fueron fatales para el crecimiento y desarrollo de la nueva Villa, que inició su existencia con un cúmulo de penalidades y miserias.

Fuente: AGENL. Concluidos. CL/21/342.


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