Ernesto Luther Chapa Ruiz

Un sueño de libertad

Un sueño de libertad

 

Ernesto Luther Chapa RuizEn el año de 1900, en un pequeño pueblo de Cerros Altos, situado a orillas de una gran cordillera vive Aníbal. Es el menor de siete hermanos e hijo de don Pedro, un hombre trabajador y bueno que a pesar de sus setenta y tantos años sigue laborando en la construcción de casas, y doña Juanita, que ha dedicado su vida al cuidado de sus hijos y atendiendo fielmente a su marido. Aníbal es un joven de apenas 20 años de edad que trabaja con su padre ayudándole en tareas relativamente fáciles, aquellas que su cuerpo flaco y aparentemente débil puede realizar. Aníbal no es un muchacho como todos los del pueblo, pocas veces se le ha visto reír y si habla lo hace casi exclusivamente para contestar, tiene pocos amigos, o más bien tiene solo uno: Luis, con el que comparte sus pensamientos y sueños y con quien frecuentemente sale a pescar y cazar zorras en el bosque, y su novia, Clara, cuya ternura es el reflejo de su belleza, y quien a pesar de todo lo quiere tal y como es.

La vida de Aníbal transcurre casi sin trascender, del trabajo eventual a su casa, saliendo de vez en cuando con su novia Clara o su amigo Luis. Pero la vida de Aníbal es algo más que eso, su existencia gira en torno a una idea fundamental: la libertad, pensamiento que le ha robado la palabra, ocupa su mente y la mayor parte de su tiempo y sueños. Para Aníbal solo existe una forma de lograr que el hombre sea libre, y es rompiendo las cadenas que unen a todo ser humano al suelo terrestre para elevar su cuerpo al espacio y así poder volar. “Volando –dice Aníbal– el hombre es el hombre y deja de ser parte del planeta, convirtiéndose en un ser verdaderamente independiente y libre, capaz de pertenecerse a sí mismo”.

Algunos en el pueblo afirman que Aníbal está medio loco e incluso causa temor, ya que acostumbra liberar a cuanto pájaro enjaulado logra ver a su paso, sin pedir permiso ni tener consideración alguna, de tal manera que ha obligado a los habitantes de Cerros Altos a no exhibir a sus pájaros enjaulados por temor a que Aníbal pueda abrir las jaulas y liberarlos.

Es abril, mes en que el pueblo celebra su fiesta anual. La plaza principal se llena de gente y el colorido de la primavera invade al pequeño pueblo. El domingo, después de una semana de arduo trabajo, Aníbal, en compañía de su novia Clara asiste por la tarde a la plaza, sentados ven pasar el tumulto de personas, niños y vendedores que participan en la fiesta. De pronto, y sin esperarlo, pasa frente a ellos un pajarero cargando en su espalda pequeñas jaulas puestas una encima de otra, conteniendo una gran variedad de multicolores pájaros cantores. Aníbal, al verlo, se levantó y le habló: “¡Pajarero!, ¡pajarero!”; éste, al escucharlo de inmediato se acercó e inclusive se atrevió a ofrecer su mercancía. “Si joven, tengo canarios, cardenales, azulejos, cenzontles, ¿cuál le gusta?” “Me gustan todos, pero me gustan libres –dijo Aníbal con voz de enojo–, no tienes derecho a limitarles el espacio de sus vidas, por eso te pido que los dejes libres en este momento”. El pajarero, sorprendido y riendo ignoró tales acusaciones y peticiones y se dispuso a continuar su marcha; fue entonces que Aníbal, con paso firme lo siguió y se dispuso a abrir las jaulas para liberar aquellos animales, el pajarero al ver esto de inmediato defendió su mercancía a golpes, provocando una trifulca en la que la gente pronto se reunió a su alrededor para ver tal espectáculo, mientras, se escuchaba el desesperante llamado de Clara que le suplicaba a su amado detener la pelea. Entre golpes y patadas de pronto se observó caer la enorme columna de jaulas que al chocar con el suelo dejó escapar a cuanto pájaro estaba dentro, entonces el escándalo se detuvo mientras ambos contendientes observaban volar a las aves que se elevaban en los aires con gran velocidad. “¡Mis pájaros!, ¡que no escapen!” –gritaba desesperado el pajarero al ver volar el producto de su trabajo. Clara corrió asustada huyendo de la gente, Aníbal, completamente empolvado y entre lágrimas se dispuso a caminar solitario por las afueras del pueblo, reflexionando el hecho. El poblado entero comentó lo ocurrido afirmando que la loquera de ese muchacho aumentaba día con día.

Por la noche, al llegar Aníbal a su casa después de caminar por varias horas, fue recibido por su angustiada madre y su enfurecido padre que tan pronto lo vio entrar comenzó a decirle un sinfín de sermones que Aníbal ignoró, y casi sin mirarlo se fue directamente a su cuarto y se recostó sobre su cama. Las últimas palabras que escuchó decir de su padre, entre los llantos de su madre, fueron que se avergonzaba de tener un hijo como él. Transcurrió la noche y Aníbal solo pensaba en su libertad.

Al amanecer, cuando doña Juanita llamó a su hijo para desayunar, la voz de Aníbal no se escuchó, al buscarlo en su recámara la madre vio que el cuarto estaba vacío, Aníbal se había ido, tomó su ropa, su escopeta, ahorros e inclusive algunas herramientas de trabajo, y dejó una nota en un pedazo de papel sobre la cama que decía: “Voy por fin en busca de mi libertad”. Su madre, alterada y llorando dio aviso de inmediato a don Pedro quien la abrazó para consolarla y le dijo que no se alarmara pues el muchacho ya tenía sus años y tarde o temprano tendría que volver.

Y así fue que Aníbal se marchó, sin dar aviso a nadie de su destino, antes de salir el sol y cargando lo necesario para subsistir y encontrar su libertad lejos del pueblo y su gente. Caminó un largo trayecto rumbo a las montañas, hasta encontrar un lugar entre la gran cordillera, donde el paso del hombre era difícil pero le permitiría encontrar su sueño. Pronto se instaló, y gracias a sus conocimientos de construcción edificó un cuarto de piedras que obtuvo de una cantera cercana y lo techó con troncos de madera. Así, Aníbal se fue adaptando a su nuevo estilo de vida, de soledad y reflexión; noche tras noche, antes de dormir pasaba largos momentos observando la inmensidad del cielo, soñando en su anhelo de volar y ser por fin totalmente libre.

En el pueblo los días pasaron y muy pronto se convirtieron en semanas y meses sin saber sobre el paradero de Aníbal. Transcurrieron casi dos años sin saber nada de él, su novia Clara pronto se casaría con quien fuera su mejor amigo, Luis, y doña Juanita, como desde el primer día, seguía angustiada y enferma rezaba pidiendo a Dios el regreso de su querido hijo.

Al pueblo llegó la noticia de que en la hacienda de Los Álamos bajó de las montañas un ermitaño, hombre de barba y larga cabellera que intercambiaba pieles por municiones y provisiones. La descripción de esta persona parecía coincidir con las características de Aníbal. Al enterarse de esto doña Juanita le pidió a su hijo mayor, Humberto, que fuera en busca de su hermano. Y así fue, Humberto pocos días después se dispuso a ir a la hacienda de Los Álamos en búsqueda de su hermano; al llegar al lugar entró al almacén de la hacienda, en donde le confirmaron los rumores e incluso le comentaron que lo esperaban en esos días para adquirir sus pieles, ya que cada dos meses bajaba de las altas montañas a intercambiarlas por provisiones. Humberto explicó entonces la historia de Aníbal y la necesidad de llevarlo nuevamente con su madre enferma, por lo que pidió a los hacendados le permitieran quedarse en ese lugar hasta la llegada de su hermano menor para así llevarlo de regreso a Cerros Altos con su madre.

Al otro día por la mañana Aníbal bajó de las montañas cargado de pieles, y al llegar al almacén de la hacienda se encontró con su hermano, con gran nerviosismo e intentando ignorar su presencia se limitó a intercambiar sus pieles, mientras Humberto insistía en que debería regresar a ver a su madre enferma. Aníbal, ignorándolo, empacaba su cargamento de municiones y provisiones, antes de salir de regreso a las montañas por primera vez volteó a ver a su hermano y le dijo: “Perdóname, pero yo ya no tengo pueblo, ni padres, ni hermanos, ni gente que recordar, yo ya no tengo ni nombre”. Fue entonces que Humberto, desesperado y con voz fuerte lo tomó del brazo y le dijo que si no regresaba entonces él, junto con sus otros hermanos, irían a buscarlo a las montañas y lo llevarían a la fuerza a su casa. Aníbal permaneció callado y siguió caminando con paso apresurado hasta perderse entre el bosque.

Al regresar Humberto al pueblo, explicó a sus padres lo sucedido y les dijo que Aníbal estaba más loco que nunca y lo mejor sería olvidarlo, pues consideraba casi imposible que su hermano regresara.

En las montañas, debido a las amenazas de Humberto, Aníbal decidió modificar su vivienda, cerrando las ventanas con piedras y dejando únicamente pequeñas aberturas en la parte superior; instaló en la puerta grandes cerraduras y fuertes candados que impidieran la entrada de cualquier invasor que intentara llevarlo de regreso a su pueblo, donde la vida para él había dejado de tener significado.

Pasaron los meses y Aníbal, por temor a encontrarse con sus hermanos y su pasado, dejó de bajar a la hacienda, sus provisiones se fueron agotando y la desesperación le invadía. Una noche de luna llena del mes de octubre, después de un largo día de mala cacería y con una gran debilidad, Aníbal, como de costumbre, pidió al cielo el cumplimiento de su sueño de libertad, pero esta vez lo hizo de forma tal que reflejaba su gran desesperación y angustia; y entre lágrimas y gritos invocó a la luna para que le diera alas que pudieran liberar a su cuerpo de esta terrible atadura que lo hacía esclavo de la tierra. El eco de su llanto resonaba en las montañas, mientras las lágrimas resplandecían ante la luz de la gran luna llena que inmutable iluminaba como nunca la gran cordillera. Después de una larga sesión de llantos y pensamientos confusos, Aníbal se dispuso a dormir desconsolado, y como cada noche reforzó la puerta de su casa con tres candados. La noche transcurrió y Aníbal soñaba con su vuelo de libertad, mientras entraba por la pequeña ventana la luz de la luna que alumbraba su cuerpo.

Por la mañana, antes de salir el sol, al despertar sintió cierto dolor en su espalda e incomodidad en su cuerpo, al abrir los ojos descubrió con gran asombro el milagro: dos grandes alas sustituían sus brazos, eran enormes y recubiertas con bellas plumas, tan blancas que parecían tener luz propia. Aníbal no creía lo que veía y pensaba que tan solo era un sueño, pero sus alas estaba ahí. Casi se desmaya de la impresión y de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas de alegría mientras daba gracias a la luna por cumplir su deseo. Entonces se levantó, y con su cuerpo flaco y semidesnudo no tardó en dar los primeros y torpes aleteos provocando corrientes de aire que surgían de sus alas: “¡Por fin soy libre!” –exclamó. Fue entonces que se dispuso a salir de su casa; al dirigirse a la puerta se encontró con tres grandes candados que reforzaban las cerraduras y que sus alas eran incapaces de abrir, las ventanas eran ahora tan pequeñas que apenas dejaban entrar los primeros rayos del sol de la mañana. El miedo y la desesperación comenzaron a invadir a Aníbal y angustiado buscaba la forma de salir, dando vueltas por todo el cuarto con sus torpes y grandes alas que chocaban y tumbaban los objetos que se encontraban dentro de la casa. Desesperado, comenzó a patear la puerta intentando abrirla, pero su débil cuerpo apenas podía hacerla sonar, cansado de tanto golpear comenzó a gritar, pero sus gritos apenas podían ser oídos por los animales de las montañas. Preso de una gran desesperación comenzó a aletear fuertemente con sus alas y repentinamente su cuerpo se elevó, pero de inmediato chocó con el techo estrellando su cabeza con una de las vigas, cayendo de inmediato al suelo, el choque provocó una herida en la frente, de la cual comenzó a salir rápidamente una gran cantidad de sangre; sus alas eran incapaces de detener la hemorragia y sus blancas plumas pronto se tiñeron de rojo. Aníbal buscaba desesperado la forma de detener el flujo de sangre que implacable bañaba su cuerpo, pronto comenzó a sentir una gran debilidad, e intentando inútilmente detener la sangre con su almohada recostó con dificultad su cuerpo debido a sus alas, y poco a poco se quedó dormido sofocando la angustia y respirando cada vez más lento y profundo. Entonces Aníbal comenzó a soñar, soñaba que tenía dos brazos y manos con los que cargaba y acariciaba a sus hijos, que tenía una esposa que lo amaba y unos padres y hermanos que él quería, Aníbal soñaba que era un hombre libre y feliz.

La sangre de la herida poco a poco dejó de fluir y el corazón de Aníbal finalmente dejó de latir. El cuerpo tieso y frío se quedó en la soledad e infinito silencio de su cuarto. Tiempo después, gusanos y hormigas consumieron el indiferente cuerpo de Aníbal, dejando, después de algunos años, sólo un montón de huesos y plumas grises pertenecientes a un hombre que tuvo un sueño de libertad.

Fin

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